La Cuaresma con Maria
MARÍA ACEPTA SUFRIR CON SU HIJO

Los días de la Cuaresma nos preparan para el momento supremo de la Pasión y Muerte del Señor, que se entregó para salvarnos.
Este periodo tan importante para nuestra vida espiritual exige que encontremos un modelo de perfecta unión con Jesucristo para alcanzar la preparación necesaria para las gracias que Dios enviará en el memorial del sacrificio redentor y de la Pascua victoriosa de su divino Hijo.
La primera persona que conoció este misterio fue la Virgen María. Por eso, su ejemplo es el mejor modelo de preparación para la Semana Santa que se acerca.
La Santísima Virgen conoció, desde los inicios de su vocación, el aspecto doloroso de la salvación que sería conquistada por Nuestro Señor Jesucristo y aceptó, anticipadamente, todas las consecuencias de la maternidad divina. Por eso, ella contestó al ángel: “He aquí la esclava del Señor”. ¡Esclava! Ella no puso límites en su entrega, sino que aceptó todo lo que fuese la voluntad de Dios, incluso el dolor y el sufrimiento. La Víctima que comenzaría a formarse en su seno virginal contó con su aceptación, en nombre de toda la humanidad, para en el futuro ofrecerse en holocausto redentor en el desenlace trágico del Gólgota.
La Iglesia enseña que durante los días de la Cuaresma debemos escuchar con más frecuencia la Palabra de Dios, dedicarnos más a la oración y hacer también penitencia. Este es un tema poco recordado en nuestros días. Sin embargo, debemos recordar que en Fátima la Madre de Dios insistió en que debemos hacer penitencia por nuestros pecados y en reparación por los pecados de la humanidad. La penitencia educa nuestra voluntad y es un acto concreto que expresa nuestro amor a Dios, puesto que no existe amor sin sacrificio y no existe sacrificio sin amor.


Otro punto importante es recordar nuestro Bautismo y el vínculo que a partir de este Sacramento tenemos con nuestro Salvador. En esta preparación cuaresmal, la liturgia propone el ejemplo de la Santísima Virgen María, siempre fiel a la voluntad divina, que siguió los pasos de su Hijo Santísimo hasta el Calvario, para “morir con Él” (cr. 2Tm 2,11). Cuando, al final de los cuarenta días, lleguemos a la gloriosa Pascua redentora, contemplaremos a nuestra Madre celestial como una “mujer nueva”, es decir, como el inicio de una “nueva creación”, en que todo nace de Cristo y, por tanto, esta “humanidad nueva” estará también totalmente unida a la “Esclava del Señor”.
En el Evangelio de San Mateo encontramos el relato de lo que debe haber sido la primera participación dolorosa de María en la misión salvadora de Jesús. Esto se ha dado antes, incluso, de que Ella tuviese conocimiento de su vocación a la maternidad divina y la inspiró a consagrar su vida al servicio del Mesías esperado por todo el pueblo de Israel. Por este motivo, se puede decir que la joven Doncella de Nazaret fue la primera “esclava de María”. La expresión causa cierta sorpresa, pero San Luis María Grignion de Montfort explica que la Santísima Virgen quiso dedicar toda su vida a servir a aquella que sería la madre del Salvador. ¡La joven María ni podría imaginar que era Ella misma la elegida de Dios para esta altísima misión!
Conociendo las Sagradas Escrituras con una inteligencia superior a la de los mayores genios de la humanidad e iluminada por el Espíritu Santo con luces mucho mayores que las de Isaías o cualquier otro profeta, la delicada Virgen de Nazaret esperaba la venida del Mesías para sus días y por eso decidió consagrar su vida completamente a su servicio. El Evangelio de San Lucas deja esto claro al relatar la pregunta: “¿Cómo será esto, puesto que no conozco varón?” (Lc 1,34), antecedida de la afirmación de que Nuestra Señora ya estaba desposada con San José, de la casa de David. Desde San Gregorio de Nisa, San Agustín, hasta los mariólogos actuales, se encuentra en este texto la revelación de que María había hecho un voto o propósito de virginidad a partir del momento en que Ella fue capaz de comprender el sentido de esta consagración.

Esta entrega, realizada en edad tan remota, tal vez en el periodo en que Ella estaba en el Templo, da inicio a su unión con el sacrificio de Jesús. Efectivamente, la decisión de mantenerse virgen, en una sociedad que no comprendía la virginidad consagrada, sobre todo para las mujeres, traería consecuencias muy difíciles para una niña de tan tierna edad. ¿Cómo expresar esta decisión, en términos comprensibles, a los adultos que no habían recibido esta gracia del Espíritu Santo?
Con certeza esta decisión encontraría rechazo incluso en su propia familia y en toda la sociedad israelita. Sería necesario renunciar a la posibilidad de ser una ascendiente del Mesías, con el peligro, incluso, de desviar los designios divinos abdicando a la maternidad, si de ella pudiese, en un futuro próximo o remoto, nacer el prometido Salvador.
El drama de la virginidad de María se transformaba casi en agonía en la previsión de una vida compartida en un inevitable matrimonio futuro. ¿Dónde encontrar un esposo con los mismos sentimientos? En la sociedad de la época ni siquiera le era permitido buscarlo. El ideal de virginidad para la joven Doncella era un verdadero “laberinto sin salida”.
Dios daría una solución a este problema en el momento oportuno, pero la santa Niña no podría, antes de la Anunciación, ni siquiera imaginar los grandiosos planes que el Señor reservaba para Ella.
¿Cuánto debe haber costado esta decisión? Con certeza, mucho dolor de alma, mucha angustia, mucho sufrimiento… ¡pero este sacrificio no fue estéril! La mujer que decidió consagrarse a Dios en la total virginidad, renunciando voluntariamente a la maternidad, y, consecuentemente, a la hipotética posibilidad de ser madre, o siquiera ascendiente del Mesías, fue la elegida para unirse a Dios en el gran plan de salvación de la humanidad.
Este modelo de amor, de dedicación, de aceptación del sufrimiento unido a la sangre redentora de Cristo nos da la clave para vivir bien esta Cuaresma, siguiendo los pasos de Jesús a través del caminar de María.

Esta vía dolorosa, de duda vocacional, que no sabemos cuánto tiempo duró, preparó el Corazón Inmaculado de la santa Niña para recibir al mensajero de Dios. Por eso Ella no se asustó cuando vio el ángel San Gabriel, pero sintió un verdadero temor al conocer la grandeza de su vocación. El mensajero divino la tranquilizó: “No temas María […] El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios” (Lc 1,30.35).
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María meditó profundamente en su corazón, preguntó al ángel cómo se daría este misterio y entendió toda la misión a la cual estaba siendo invitada. Por eso su respuesta no contenía ninguna hesitación: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Y el Verbo de Dios se hizo carne, y habitó entre nosotros (Jn 1,14).
Caminemos estos días con María y preparémonos para el momento en que, contemplando la Pasión, el sufrimiento, la agonía y la muerte del Señor, podamos unirnos totalmente a este sacrificio redentor y decir con María: “Hágase en mí lo que sea necesario para salvar a este mundo que a cada día abandona más a su Dios y Señor”.
LA PERFECTA DISCÍPULA DEL SEÑOR

El Evangelio de San Lucas informa por dos veces la profundidad del alma meditativa de la Santísima Virgen: “María conservaba la palabra de Dios, meditándola en su corazón” (Lc 2,19.51).

La Santísima Virgen María es el modelo perfecto y acabado de la Iglesia y de toda la humanidad, la primera y más perfecta discípula de Cristo. El núcleo central de esta ejemplaridad de María es su comunión con nuestro Redentor y su total unión con su misión salvadora. Por eso debemos comprender que ser Madre de Dios es el mayor privilegio de la Virgen María, pero este privilegio solo alcanza su plenitud por su total unión de intenciones y de corazón con la obra salvadora de su Hijo, de modo que, por el parto virginal, Ella dio a luz al Salvador y por el “parto más doloroso de la historia”, María dio a luz a sus hijos espirituales. Esta expresión “parto doloroso de María” es acuñada por San Ruperto de Deutz, que ve en esta unión del sacrificio de María con el holocausto de Jesucristo, el nacimiento de sus hijos espirituales, lo que fue confirmado por el Señor desde lo alto de la Cruz: “¡He ahí a tu Madre!” (Jn 19,27).
Su elección para ser madre de nuestro Salvador fue una acción divina, pero la aceptación de esta misión, en total fidelidad, fue opción personal y meritoria de María. Isabel la proclama bienaventurada por haber creído, afirmando que es en función de esta fe que se realizaría todo lo que se le había dicho de parte del Señor (Lc 1,45). Es por eso que San Agustín hace una afirmación osada: “María fue la que mejor cumplió la voluntad del Padre, mostrando así el modo más excelente de ser Madre de Dios, puesto que es mayor merecimiento suyo ser discípula de Cristo que ser su Madre”.
La Santísima Virgen tenía una fe tan profunda que la llevó a cooperar y creer lo increíble: de la muerte de su Hijo vendría la victoria definitiva.
Cada vez que asistamos a la Misa en esta Cuaresma, recordaremos la importancia de comprender que la Madre del Señor está junto a cada altar, del mismo modo que estuvo en el Calvario. Su unión con Jesús en nuestra salvación hace con que María sea el modelo también para los sacerdotes, que ofrecen a Cristo en nombre de la Iglesia, como Ella lo ofreció por primera vez en el altar de la Cruz.
En el formulario de la Misa propuesta por la Iglesia para la conmemoración de María junto a la Cruz del Señor, encontramos una afirmación fuerte de San Pablo: “Dios no perdonó a su propio Hijo, entregándolo por nosotros para resucitar e interceder por los hombres junto al Padre” (cf. Rm 8,31b-39). Consecuentemente, San Pablo reafirma la fortaleza e intrepidez que debe tener un cristiano por confiar en su único Redentor. Esta fue la confianza de la “primera discípula”, de la cristiana por excelencia. Nunca se escuchó en los Evangelios, ni en los apócrifos, ni siquiera afirmado por los enemigos de la Iglesia, que en algún momento María tuviera miedo. ¿Quién la podría separar de su Hijo? ¿Aflicción, angustia, persecución? Para ella ni muerte ni vida, ni fuerza cualquiera venida de la tierra o de los infiernos podría apartarla del amor inseparable a su Hijo.


El Evangelio de San Lucas (2,42-51) recuerda lo que fue para María la primera experiencia del Calvario. Un momento clave de la participación de María en la vida de Cristo: la pérdida del Santo Niño, cuando Él tenía doce años de edad. ¡No podemos imaginar que Jesús se haya perdido en el mundo creado por Él mismo! Su ausencia no podría ser considerada como un acto de inconsciencia infantil, sino como una acción deliberada y consciente. El Niño se retiró para cumplir una misión reveladora, preparando a su Santísima Madre para su sacrificio futuro. Para María fue una gran prueba: Ella no perdía sólo a su hijo, ¡perdía a su Dios! En su humildad ella podría conjeturar algunas hipótesis: el abandono por alguna infidelidad suya, o el desenlace temprano de los vaticinios de Simeón, cuya dilacerante espada volvía a removerse en su corazón. La propia Escritura atestigua que María no entendía lo que estaba pasando en este momento. Dice San Lucas: “Sus padres no comprendieron lo que Él les decía” (Lc 2,50).
Este evento encuentra una gran similitud con el drama del Calvario: María se halla presa de dolor durante tres días, debido a la desaparición de su Hijo, que estaba «en la casa del Padre». La perspectiva del sacrificio anunciado por Simeón, quien había predicho que una “espada de dolor” traspasaría el corazón de María (Lc 2,35), se hace presente en este episodio en que el sufrimiento no está en el Hijo, sino en el corazón de la Madre; pero al mismo tiempo prefigura el desenlace del sacrificio del Calvario en la gloria y en la alegría, pues la Santísima Virgen encuentra a su Hijo en postura gloriosa que preanuncia la Resurrección y se queda maravillada, pero después le expresa su sufrimiento: “Hijo mío, ¿por qué nos has hecho esto? Piensa que tu padre y yo te buscábamos angustiados” (Lc 2,48).
La respuesta de Jesús indica que María y José conocían su origen divino y su misión evangelizadora. En ese momento Jesús hace la primera afirmación pública de su filiación divina: «¿No sabían que yo debo ocuparme de los asuntos de mi Padre?» (Lc 2,49).
El Evangelista señala que ellos no entendieron, pero que María meditó profundamente el tema en su corazón, tomando el hecho de que Jesús esté en la casa de su Padre como el principio fundamental que iluminará en adelante su vida.
En esta meditación de hoy, guardemos dos enseñanzas importantes para nuestra vida, especialmente en este camino cuaresmal junto con María:
Primero: Debemos conservar en nuestro corazón todas las gracias, indicaciones, mensajes, e incluso reprensiones que recibamos de Dios, a través de señales, de inspiraciones interiores, o, incluso a través de acciones y palabras de otras personas. “Dios escribe recto en renglones torcidos”, dice el refrán… Sin embargo, podemos verificar que Dios escribe recto en renglones rectos. Cabe a nosotros meditar en nuestros corazones para entender el modo correcto de leer estas líneas, como María lo entendió al encontrar a Jesús “en la casa del Padre”. Después necesitamos guardar lo que escuchamos de Dios en lo más profundo de nuestro corazón, pues una palabra de Dios, una gracia, nunca debe ser olvidada.
La segunda lección que podemos sacar es la fe: María creyó en lo imposible. Creyó que muriendo en la Cruz su Hijo vencía al mundo. Por esta fe es que se realizó en Ella todo lo que le fue prometido. Cuando nos encontremos delante de lo imposible, recordemos las palabras del Ángel Gabriel: “Nada es imposible para Dios” (Lc 1,37).


Los días actuales repiten el camino del Calvario; camino de dolor y de muerte de dudas y perplejidades, mas al mismo tiempo de salvación para aquéllos que siguiendo los pasos de María, a Ella se juntaron a los pies de la Cruz. Su fe fue sometida a una triple prueba: a la prueba de lo invisible, a la prueba de lo incomprensible y a la prueba de las apariencias contrarias, pero que Ella superó del modo más heroico.
Efectivamente, María veía a su Hijo en el establo de Belén y creía Creador del mundo. Lo veía huyendo de Herodes y no dejaba de creer que era el Rey de reyes. Lo vio nacer en el tiempo y lo creyó eterno. Lo vio pequeño, pobre, necesitado de alimentos, llorando sobre el heno y lo creyó Omnipotente.
Observó que no hablaba y lo creyó Verbo del Padre, la propia Sabiduría encarnada. Lo vio, finalmente, morir en la cruz, vilipendiado, y creyó siempre en su Divinidad. Aunque vacilara la fe de los demás, incluso los Apóstoles, María permaneció siempre firme, no vaciló jamás.
Con el ejemplo y la ayuda de María, ¡nada hay que temer!
MARÍA: VÍCTIMA EN LA VÍCTIMA

Acompañar la Cuaresma con María es algo diferente… Por eso quiero invitarle a conocer una verdad teológica muy importante: ¡María es también victima por nuestra salvación!
Alguien podría preguntar: Entonces… ¿Ella es Corredentora?
La Iglesia todavía no se ha pronunciado sobre el término específico, pero sí se ha pronunciado sobre la misión de María que colabora activamente con nuestra salvación. Si María no hubiera participado activamente de nuestra salvación, Ella sería la madre de nuestro Salvador, pero no nuestra madre. En el texto anterior hemos mencionado la expresión de san Ruperto de Deutz: «El parto doloroso de María».
Es por ser víctima, por sufrir, compartiendo la intención de Jesucristo de salvar a la humanidad, que María se hace nuestra Madre espiritual. La Iglesia señala que, junto a la Cruz, María consentía voluntariamente en la inmolación de su Hijo para la redención de todo el género humano. Es importante observar una expresión que solo aparece en el Evangelio de San Juan: «junto a la Cruz». ¡Los demás Evangelistas no la utilizan! La palabra «junto», en griego istemi, juxta, en latín, tiene un sentido muy específico: no es solo estar cerca, es estar «de pie», «presentarse», en actitud de cooperación activa.
En su reciente libro sobre la Virgen María, Mons. João Clá se pregunta: ¿Por qué el Evangelista señala que Ella estaba de pie? ¿No sería más bello que estuviera arrodillada? Él mismo responde: ¡No! Porque María participaba de aquella inmolación. Su postura testifica que Ella vivía la Pasión junto con su Hijo, procurando servirle de sustento y consuelo. Ella, que había sido llamada «bendita entre todas las mujeres», es ahora considerada por la gente que veía el espectáculo de la cruz como la más despreciable de las mujeres, madre de un condenado a la muerte infamante.
Cuando nosotros pasamos por algún drama en nuestra vida, encontramos consuelo mirando a Jesús crucificado… la única criatura humana privada de este apoyo espiritual fue María: contemplar al Crucificado, ¡aumentaba su sufrimiento! Sin embargo, mirando desde lo alto de la Cruz, la perspectiva se invertía: Ella era la única criatura capaz de consolar a su Hijo, que se contorcía entre los alucinantes dolores de la crucifixión y el desprecio de aquellos por los cuáles Él sufría.

Es exactamente junto a la Cruz, por la unión total de sufrimientos, que María ejerce su papel de «nueva Eva», haciéndose madre de la «humanidad nueva» redimida por la sangre de Nuestro Señor.
María se ofrecía aceptando voluntariamente cada paso del desenlace doloroso de la Pasión, caracterizando la unión de dos víctimas: Jesús es la Víctima al Padre y María es la víctima en Jesús. Fue tan grande la unión de los dos que, si hubiera sido posible, Ella sufriría con gusto todos los tormentos que padeció su Hijo, señala el Papa San Pío X.
Los Evangelios dejan claro que la presencia de María durante la Pasión fue deseada intencionalmente por la Virgen. El proprio Cristo señala la importancia de esta presencia y dice a nosotros: «¡He ahí a tu Madre!
Alguien podría contestar: «¡Él dijo esto a Juan, no a nosotros!»


La expresión utilizada, «el discípulo amado» o «el discípulo que Jesús amaba», aparece seis veces en el Evangelio de San Juan, y es muy discutida entre los teólogos, que proponen diversas teorías sobre la identidad de este discípulo. Una característica de los escritos de San Juan es permitir dos, tres o hasta cuatro niveles de interpretación sobre sus términos. Así, la expresión «discípulo amado» identifica, al mismo tiempo, al propio Apóstol Juan y a los seguidores de Jesús en todos los tiempos, es decir, los cristianos. Conclusión: no fue solo a Juan, sino a Ud., a mi, a toda la humanidad, que Jesús reveló la maternidad de María que se consumaba en aquel momento culminante.
Jesús había dicho a Nicodemo que era necesario «nacer de nuevo» para entrar en el Reino de los cielos (Jn 3,3), expresión que confundió al maestro de la Sinagoga. Al decir «He ahí a tu madre», Jesús indica el modo de «entrar de nuevo en el seno de una madre y nacer para Dios»: es hacerse hijo de María para volver a ser niño y nacer de Ella, a través de un nuevo «parto» por el cual María da a luz para Dios a los nuevos hijos nacidos del sacrificio de Jesucristo. Esta perspectiva conduce a que, pasado el drama del dolor, y abiertas las puertas del cielo, María se alegre con la victoria de su Hijo y con el nacimiento de la «humanidad viviente», de la cual Ella es madre.
Como víctima redimida, partícipe y unida a la Víctima redentora, la hora de María es la pasión y muerte de Jesús: un mismo dolor ofrecido al Padre, con grados distinto, pero en total unidad de intenciones. Cuando Pilato presenta a Jesús y dice: «¡He aquí el hombre!», lo está presentando en su relación total con su Madre, de quien ha recibido la naturaleza humana. Esta Víctima ofrecida al Padre es sacada de lo nuestro, de nuestra propia naturaleza, — dice Hugo de San Víctor — por la aceptación de María.
Sin duda, el momento culminante de la participación sacrificial de María se da durante los últimos momentos de vida de su Hijo, que se concluyeron con el Consummatum est: ¡Todo está consumado! Ahí Ella sufría junto con Jesús por su compasión. El dolor de Jesús es el dolor de María; los clavos que penetran el cuerpo del Hijo, hieren las entrañas de la Madre. Su dolor se une al de su Hijo que tiene su libertad omnipotente atada por tres clavos, creación de sus criaturas.
El Señor había dicho: «dónde está tu tesoro, allá está tu corazón» (Mt 6,21). ¿Dónde podría estar el corazón de María, sino en el corazón de su Hijo que estaba clavado de la cruz? Su ofrecimiento difiere del de su Hijo en forma y en esencia, pero no difiere en intención y dolor. Ella tenía entera conciencia de que la Cruz era el precio del perdón de los pecados, al mismo tiempo que era, para Ella misma, el precio de su concepción inmaculada.


Al mirar a la Cruz durante esta Cuaresma, sigamos la indicación de Jesús y miremos para María. Es uniendo a Ella cada momento de nuestra vida, cada alegría, cada dolor, cada sufrimiento, que mejor nos unimos al sufrimiento de Jesús. Si compartimos con Cristo nuestros sufrimientos, Él compartirá con nosotros su victoria que se proclamó gloriosamente en la Resurrección.
No permitas que el dolor, la duda, la prueba, desvíen los motivos e intenciones de tus sufrimientos. Vive el dolor con María y compartirás la gloria del cielo. Pero se vives tu dolor en las profundidades oscuras de tu egoísmo, lanzas al abismo tus lágrimas, entierras tus méritos en las profundidades oscuras de la tierra. Mira a Jesús, mira a María y tu alma estará siempre con los ojos fijos en la gloria que te está prometida si eres fiel a este sacrificio que Cristo ofreció para tu salvación.
Nos encontramos en la próxima semana para continuar nuestro camino cuaresmal unidos a la Santísima Virgen, Madre del Redentor.