top of page

MARIA: ¿MADRE DE CRISTO Y NO DE DIOS?

Maria Madre de Dios-003.jpg

La maternidad divina

 

Introducción

 

La pregunta que da título a este Seminario ha sido formulada hace muchos años en la suntuosa catedral de Constantinopla, consagrada por Constantino como «la ciudad de María». Sentado en la sede episcopal, el Patriarca Nestorio asiste connivente al sacerdote Anastasio que en el púlpito declaraba que María es Madre de Cristo, pero que no podría nunca ser llamada Madre de Dios, pues ella es criatura, posterior a Dios, que es eterno. Días después, el mismo Nestorio pronuncia verbosos sermones condenando el uso de la palabra Theotókos para referirse a la Madre de Jesús.

 

La noticia corrió veloz por toda la región, y el día 23 de diciembre, en que se celebraba una solemnidad de la Virgen María, fue invitado a predicar el obispo de Cysica, san Proclo, discípulo de san Juan Crisóstomo y célebre por su elocuencia.

 

La Basílica de Santa Sofía, estaba rebosante de gente. Proclo sabía bien que se encontraría delante de un poderoso adversario, pero no tenía miedo. El pueblo estaba ansioso para escuchar sus palabras. Nestorio, indiferente al murmurar de la gente, ni imaginaba lo que le esperaba…

 

San Proclo, con voz suave, pero segura, comienza a decir que esta feliz ocasión le era concedida por la Providencia para hacer resonar en aquella basílica algunas verdades muy útiles. Mirando fijamente al patriarca Nestorio, dijo sin hesitación: «La Iglesia nos enseña que Jesús es Dios y Hombre. Si decimos que es puro hombre, nos asemejamos a los judíos que lo mataron y si afirmamos que no tiene naturaleza humana, nos unimos a los maniqueos, excomulgados por la Iglesia. Por tanto, afirmar que Cristo y el Verbo divino son dos Personas diferentes es estar separado de Dios».

 

La gente miraba sin entender dónde quería llegar… Nestorio se mostraba visiblemente desagradado…

 

Continúa san Proclo: «La materia versa sobre la justa gloria de aquella mujer que mereció el inaudito prodigio de ser Virgen-Madre, pero no Madre de un hombre cualquiera, sino de Jesucristo, que es Dios. La Virgen es, por tanto, la Santísima Madre de Dios, que nos reúne a todos en un mismo entusiasmo». El pueblo le aplaudió con fuerza… Nestorio se levantó y fue al púlpito, visiblemente amargado. Intentó afirmar que no debía decirse que Dios hubiera nacido de María,

 

ni que hubiese muerto, sino solamente que estaba unido a Jesús, que fue quien nació y murió. La bulla de la gente casi le impedía hablar, pero prosiguió diciendo que Dios, que existe desde la eternidad, existe mucho antes de María y por eso no puede haber sido engendrado por ella, ni deberle la existencia, ni tampoco ser su Hijo.

 

Indignado, un laico llamado Eusebio, que era un renombrado abogado de Constantinopla, gritó para que todos lo escucharan: «El Verbo eterno por segunda vez nació en el cuerpo y de la Virgen». Nestorio se calló asustado, y con los ojos chispeando de odio, intentó hablar pero bulla de la gente era tan grande que no consiguió pronunciar palabra…

 

Instigado por Nestorio, Doroteo, obispo de Marianople se puso de pie frente al altar y gritó: ¡Anatema!... ¡Anatema!

 

Se hizo silencio en el ambiente.

 

Doroteo, que tenía una voz potente, gritó: «¡Anatema a aquel que dice que María es Madre de Dios!»

 

Nestorio se hincha de alegría, vuelve a sentarse con una sonrisa en la cara, mas ésta se transforma en amargada tristeza al ver que la gente se para indignada y comienza a abandonar el recinto escandalizada con la blasfemia de Doroteo. A partir de ahí, las misas celebradas por Nestorio casi siempre están vacías. El grito silencioso del pueblo cristiano, tan unánime cuanto espontáneo, daba el anatema verdadero, haciendo eco al primer grito de alabanza a María, proclamado por santa Isabel: «¡Madre de Dios!».

 

Lleno de soberbia, Nestorio decreta que todos los sacerdotes bajo su jurisdicción deben firmar un documento declarando que María es Madre de Cristo y no Madre de Dios.

 

1. Concilio de Nicea

 

Para entender esta acalorada discusión, necesitamos retroceder algunos años en el tiempo…

 

Desde los inicios de la Iglesia fue difícil comprender el misterio de la Encarnación de Jesucristo, que es verdadero hombre, sin dejar de ser verdadero Dios. Este Misterio necesitó ser defendido por el Magisterio durante los primeros siglos, frente a las herejías que procuraban falsear su comprensión.

 

Las primeras herejías negaron más la humanidad verdadera que la divinidad de Jesucristo (docetismo gnóstico). Decían que Jesús era Dios, pero no era verdaderamente hombre, que tenía sólo una apariencia humana. Posteriormente, surgieran posturas que presentaban a Jesús como Hijo por adopción: decían éstos

 

que Jesús fue creado hombre y adoptado como Hijo de Dios. En el Concilio de Antioquía, la Iglesia condenó las herejías de Pablo de Samosata, enseñando que Cristo es Hijo de Dios por naturaleza y no por adopción.

 

Un discípulo de Pablo de Samosata causó mucha discusión en esta época, afirmando que Jesús era criatura — aunque la primera y más importante de todas —, pero era criatura de Dios. Se llamaba Arrio, y era sacerdote en Alejandría. Con elevada soberbia decía: «El Hijo de Dios salió de la nada y es de una naturaleza distinta de la del Padre». San Atanasio le planta cara haciendo una demostración profunda de que Jesús es el Hijo eterno de Dios, como enseña san Juan en su Evangelio y que se encarnó, haciéndose hombre en el seno virginal de María.

 

Para zanjar el problema, en el año 325 la Iglesia se reúne en su primer Concilio Ecuménico, en la ciudad de Nicea, en Bitinia, Asía Menor. Después de muchas discusiones teológicas, fue definido dogmáticamente que Jesucristo, el Hijo de Dios es «engendrado, no creado, de la misma substancia (homoousios) que el Padre». Arrio fue excomulgado y se definió la doctrina de la unión hipostática.

 

La unión de dos naturalezas en la única Persona del Verbo de Dios es la clave del Misterio de Cristo.

La persona, o hypostasis, es una substancia individual completa, que se posee a sí misma por el conocimiento y la libertad, que se realiza perfectamente en la relación con los demás.

 

La naturaleza significa la esencia específica que define lo que una cosa es: por ejemplo, la naturaleza de «Pedro» es ser hombre.

 

Así tenemos en Jesucristo una única Persona, la divina, y dos naturalezas: la divina y la humana.

 

Esta unión es completamente misteriosa, no tiene semejanza con ninguna otra, la conocemos únicamente por la fe. La comparación más utilizada por la Tradición es la unión del alma con el cuerpo (Quicumque, DS 76): la unión de dos substancias que forman una sola persona. La comparación no es unívoca, puesto que el alma y el cuerpo separados son dos substancias incompletas, mientras que la divinidad y la humanidad de Cristo son verdaderas y completas. Así, Cristo es un hombre total, sobrenaturalmente perfecto.

 

Cristo tiene las cualidad naturales y sobrenaturales que son convenientes a nuestra salvación, por eso no ha asumido los defectos y limitaciones que dificultarían la obra salvífica, como el pecado o la ignorancia, aunque haya asumido las limitaciones de nuestra naturaleza que sirven a la finalidad soteriológica de la Encarnación, como la pasibilidad al dolor y a la muerte.

 

2. Escuelas de Antioquía y Alejandría

 

Para comprender la discusión que tuvo lugar en Constantinopla es necesario conocer la diferencia conceptual de la cristología existente en la época, entre las escuelas: de Antioquía y de Alejandría.

 

2.1. La Escuela de Antioquía

 

En la Escuela de Antioquía se utilizaba el esquema de la Cristología ascendente, que toma como punto de partida el aspecto humano de Jesús, deteniéndose en la figura del «Siervo de Yaweh», obediente hasta la muerte, considerando su divinidad como revelada por su humanidad.

 

Se fundamenta, sobre todo, en la Carta de san Pablo a los Filipenses donde se afirma que Jesús se hizo obediente hasta la muerte de Cruz. Esta concepción acentuaba la humanidad de Jesús, deteniéndose en el sentido literal e histórico de la Escritura.

 

Los antioquenos comprendían con facilidad la dualidad de naturalezas en Cristo pero tendrían dificultad en aceptar la unidad personal.

 

2.2. La Escuela de Alejandría

 

Esta escuela utilizaba el esquema de la Cristología descendente, cuyo punto de partida es la divinidad de Jesús.

 

Basada en Jn 1,1.14, afirmaba la preexistencia del Verbo, que ha asumido la naturaleza humana en el seno virginal de María. Vivió en todo como hombre (excepto en el pecado) y retornó al Padre con su humanidad resucitada.

 

La Escuela de Alejandría consideraba de preferencia la Divinidad y el aspecto trascendental de Jesús, procurando explorar el sentido teológico de las Escrituras. Aceptaba con facilidad la unidad personal, pero tenía dificultad en comprender que Jesús tenía dos naturalezas distintas.

 

2.3. Visión de conjunto

 

Las dos escuelas abordan el tema por aspectos diferentes pero verdaderos, puesto que Cristo es el Verbo preexistente que se encarnó para nuestra salvación, como afirma el Credo. Al mismo tiempo, es en cuanto Hombre que Él se revela y revela al Padre, tornándose mediador y plenitud de la Revelación.

 

Las visiones unilaterales de las dos escuelas, llevaron a desvíos doctrinales que originaron algunas de las herejías cristológicas corregidas por la Iglesia.

 

3. La cuestión nestoriana

 

Como se ha visto, Nestorio era Patriarca de Constantinopla y quiso imponer la fórmula Christotókos, sustentando que María no podría ser llamada Madre de Dios. En el fondo pensaba que en Jesucristo se debían considerar dos personas:

Jesucristo Dios y Jesucristo Hombre. Por eso, concluía que María era madre del hombre Jesucristo y por eso no podría llamarse Madre de Dios.

 

En oposición a Nestorio se levantó el Santo Patriarca Cirilo de Alejandría, que destacaba: «si decimos que el Hijo de Dios nació y sufrió, no queremos decir con eso que nació o sufrió la divinidad, sino la humanidad de Jesús que está inseparablemente unida a su divinidad». María es Madre de Dios por haber dado a luz el Hijo eterno de Dios, según su humanidad. La discusión llegó al Papa Celestino y, a su pedido, el Emperador Teodosio II convocó el Concilio de Éfeso donde triunfó la posición defendida por el Santo Patriarca de Alejandría3.

El Concilio de Éfeso tuvo lugar el año 431. Nestorio se presentó con 15 obispos; Cirilo, con más de 40. A causa del mal tiempo, los legados pontificios llegaron con 14 días de retraso. Sin la presencia de los legados, Cirilo, como representante del Papa, invitó a Nestorio a una sesión el 22 de junio. Éste se negó. Pero la sesión tuvo lugar. Durante ella Nestorio fue excomulgado, fue aprobado solemnemente el título de Theotókos e incluido en el lenguaje eclesiástico-teológico. El protocolo fue firmado por los 197 asistentes y Cirilo lo firmó en nombre del Sumo Pontífice, el Papa Celestino.

 

Cuando más tarde llegaron los legados pontificios (11 de julio), aprobaron todo lo realizado.

 

Este concilio definió dogmáticamente la maternidad divina de María por haber dado a luz a Jesucristo, que es Dios y Hombre en unidad inseparable, utilizando el título Theotókos con fundamento en la única Persona divina de Cristo, caracterizando que María es Madre del Hijo de Dios hecho hombre.

 

La definición del Concilio de Éfeso es clara y relaciona la Maternidad divina de María a la unión hipostática de su Hijo:

«La divinidad y la humanidad constituyen un solo Señor […] Porque no nació primeramente un hombre vulgar, de la santa Virgen, y luego descendió sobre Él el Verbo; sino que, unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento y la propia carne... De esta manera [los Santos Padres] no tuvieron inconveniente en llamar Madre de Dios a la santa Virgen». (D. 111)

 

El Concilio confirmó la segunda carta de San Cirilo a Nestorio, en la cual señalamos principalmente el canon primero:

 

«Si alguno no confiesa que Dios es según verdad el Emmanuel, y que por eso la santa Virgen es madre de Dios (pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne), sea anatema».

 

 

Resumiendo: por estar unida en la Persona de Jesucristo la humanidad y la divinidad en una unidad ontológica, se llama a María, con razón, Madre de Dios, pues nadie es madre de algo, sino de alguien y por tanto de una persona. La Persona de quien María es Madre es Dios, por tanto, María es Madre de Dios, quedando claro que no se trata del origen eterno de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, sino que de María nació el Hijo de Dios hecho carne.

 

Durante aquellos días el pueblo de Éfeso había escuchado en todas las iglesias predicaciones sobre el tema. La historia ha conservado testimonios de la alegría de los cristianos ante la decisión del Concilio realizado en la ciudad en la cual, según la tradición, María Santísima habría residido6.

 

Con los cuatro primeros concilios ecuménicos la doctrina mariana quedó precisada por muchos siglos. La proclamación de la identidad de Cristo en la unicidad de su persona divina y en la dualidad de las naturalezas afirmaba claramente que Él es Dios y hombre. Esta verdad de fe condujo a una mejor toma de conciencia del misterio de María como una garantía de la doctrina verdadera y el consecuente amor más explícito a la Madre del Señor, la Theotókos.

 

4. La Maternidad divina

 

Se comprende así que la Maternidad Divina no es una cuestión propiamente mariológica, sino estrictamente cristológica.

 

El centro neurálgico de este tema es la unión de naturalezas en la unidad de la Persona del Verbo encarnado.

 

El entonces Cardenal Joseph Ratzinger explica que la expresión Madre de Dios suscitó intensas discusiones durante mucho tiempo. En estas discusiones, lo que en el fondo se debatía era cuán profunda es la unión entre Dios y el hombre llamado Jesucristo; si es tan grande que permita decir: «Sí, el que ha nacido es Dios, en consecuencia, Ella es la Madre de Dios». Lógicamente no lo es en el sentido de que Ella haya producido a Dios, sino que fue madre de aquella Persona que tiene completa unión con Dios (unión hipostática). De este modo Ella ha entrado en una unión única con Dios.

Por determinar la unión única entre María y Jesucristo, la Maternidad divina es el mayor privilegio de la Virgen María, en virtud del cual le fueron concedidos todos los otros privilegios, incluso cronológicamente anteriores, como es el de la Inmaculada Concepción.

 

Por este motivo, el título de Madre de Dios (Theotókos) fue proclamado por primera vez antes del nacimiento del Mesías por Santa Isabel: «Meter ton Kyrion» (Lc 1,43) «Madre de mi Señor», lo que equivale a decir «Madre de Dios». Pero, el primer testimonio indiscutible lo encontramos en una carta circular del Obispo Alejandro de Alejandría (250-†328), en la cual se afirma:

 

«Después de esto profesamos la resurrección de los muertos cuya primicia fue nuestro Señor Jesucristo, quien realmente, y no sólo en apariencia, tomó un cuerpo de María, la Madre de Dios» (Εκ της θεοτόκου Μαριας; 1,12).

 

La invocación de María como Theotókos se encuentra también en la oración Sub tuum præsidium, encontrada en el papiro Rylands Gk 470, escrito en griego, descubierto en el desierto de Al Fayum — Egipto —11, donde la Virgen Santísima es invocada bajo el título de Theotókos, posteriormente traducido al latín como

Dei genitrix.

 

El uso del término Theotókos, que literalmente debería ser traducido como deípara, evidencia que la comprensión cristiana de la Maternidad divina de María es completamente diferente de la concepción pagana que utilizaba el término meter theon para referirse a una madre de un dios mitológico, pues esta madre sería a su vez una diosa, como en el caso de Perseo hijo de la supuesta unión entre Zeus y Danae.

 

María, — explica san Justino en la polémica con el judío Trifón — siendo mujer, engendró por obra divina a su Hijo Jesús, Verbo eterno de Dios. De esta forma, la presencia del título Theotókos en la oración de los inicios de la Iglesia y anterior a la declaración dogmática de la Maternidad divina, demuestra la clara concepción cristiana de que María es Madre de Dios en su naturaleza humana, totalmente diferente de la concepción vigente en la sociedad pagana. Cuando el paganismo era aún vigente, los cristianos evitaban la palabra corriente para la designación de madre de dios, prefiriendo el término griego para la expresión «aquélla que ha dado a luz a Dios», es decir la Theotókos, que el cristianismo traduce por Madre de Dios.

 

Como obra de la fe y no un simple proceso biológico, la maternidad divina pertenece al fundamento mismo de la fe cristiana, constituyéndose en el acontecimiento central de la historia de la salvación. La acción del Espíritu Santo para engendrar el Hijo de María sólo acontece después de la aceptación libre de la Virgen (ayudada por la gracia del mismo Espíritu). Esta disposición voluntaria de la «esclava del Señor» caracteriza la auténtica cooperación de la humanidad con Dios, pues convenía – afirma san Agustín – que Cristo «se hiciese hombre por el hombre».

 

Es, por tanto, en función de esta cooperación activa en la salvación, caracterizada por la Maternidad divina, que María fue redimida preservativamente de la culpa original y fue llena de gracia para cumplir en la perfección este mandato.

 

La Maternidad divina hace que María pertenezca a un orden singular y único con su Hijo: El orden de la unión hipostática. Ella es la Perfecta Discípula de Jesús, como lo testimonia el propio Cristo: «El que cumple la voluntad de mi Padre, ¡ese – esa – es mi madre!».

 

Cyril Vollert, S.J., en su estudio, «Principio Fundamental de la Mariología», afirma, después de larga y profunda investigación, que la Maternidad divina es el principio básico de toda la mariología, que informa, cohesiona y da unidad a toda su concreción científica como una rama de la ciencia. Se basa en que ella reúne al menos las tres condiciones siguientes:

 

  1. Que es una verdad de fe: Por lo menos a partir del Concilio de Éfeso (431), se puede afirmar con toda certeza que la Maternidad divina de María es doctrina revelada, perteneciente al Depósito de la Fe y no apenas una opinión teológica especulativa.

 

  1. Que es uno solo, no dos o más: Todos los dones concedidos a la Virgen Santísima lo son en virtud de su vocación para ser Madre de Dios.

  2. Que constituye el último fundamento y la base de las demás verdades mariológicas: Esto se comprueba del estudio de las demás verdades de la mariología científica: Todos los privilegios de María le fueron concedidos porque había de ser la Madre del Verbo Encarnado.

 

En la Homilía en la Solemnidad de la Madre de Dios, del primer día del año 2008, el Papa Benedicto XVI puntualizó:

 

«El título de Madre de Dios — juntamente con el de Virgen santa — es el más antiguo; constituye el fundamento de todos los demás títulos con los que María ha sido venerada y sigue siendo invocada de generación en generación».

 

No se entiende que la Madre de Dios haya podido ser en algún momento «hija de la ira» (Cf. Ef 2,3), la preservación de la mancha original tiene un sentido de preparación para la Maternidad divina: Es como la preparación del templo en que Dios había de habitar.

 

 

San Gregorio Nacianceno explica la unión de la Maternidad divina de María con la unión hipostática del Verbo encarnado, en su famosa carta a Cledonio:

 

«Si alguno no acepta a santa María como Theotókos, está entonces separado de la divinidad. [...] Si alguien afirma que antes fue formado el hombre y después sustituido el Dios [...] si alguien dice que hay dos hijos, uno de Dios Padre y otro segundo de la madre, y no solo uno y el mismo, ese tal debe ser excluido de la filiación que ha sido prometida a los que tienen fe. Hay ciertamente dos naturalezas, pero no dos hijos [...] lo que no ha sido asumido no ha sido redimido».

 

En la Carta a los Obispos de Iberia, San Gregorio Magno afirma:

 

«No fue primero concebida la carne en el seno de la Virgen y luego vino la divinidad a la carne; apenas vino el Verbo a su seno, inmediatamente, [...] se hizo carne. [...] El mismo ser concebido por obra del Espíritu Santo de la carne de la Virgen, fue ser ungido por el Espíritu Santo»20.

 

4.1. Posturas divergentes

 

En general el Concilio de Éfeso es reconocido por todas las iglesias orientales.

Los protestantes, en el Consensus quinque secularis, (el consenso de las confesiones protestantes sobre las decisiones de los cinco primeros siglos) confirman las declaraciones de los Concilios ecuménicos anteriores a la ruptura con Roma, aceptando el título de Theotókos porque expresa el dogma cristológico de la unión hipostática.

 

Martín Lutero destacaba: “De la Maternidad divina deviene toda honra, toda beatitud y que Ella es, en todo el género humano, una persona única, por encima de todas, a la cual nadie es igual, por que tiene un Hijo y tal Hijo, juntamente con el Padre celestial”.

 

Con el pasar del tiempo, los protestantes fueron desvalorizando la función maternal de María, por rechazar la participación humana en la salvación obrada por Cristo, afirmando que no se debe dar a María ningún mérito o dignidad, considerando que la gracia de Dios obra todo sola. Esta crítica luterana colisiona con la afirmación del Génesis de que la victoria definitiva se dará con la participación de la misma humanidad: «Ella te aplastará la cabeza» (Gn 3, 15) y rechaza el designio divino de que la gracia no excluye la colaboración humana, sino que la incluye en el acontecimiento salvífico.

 

 

Como Nestorio, la teología protestante tiene una inclinación a separar la divinidad y la humanidad en Cristo, puesto que consideran totalmente corrompido el ser humano y por tanto incapaz de colaborar en el acontecimiento salvífico, llegando a afirmar que la participación de la naturaleza humana de Cristo en la salvación fue totalmente pasiva.

 

4.2. Maternidad voluntaria y total

 

Los Padres de la Iglesia enseñan que en María ocurre una doble concepción: en su corazón, al aceptar el mensaje del ángel (la palabra de Dios), y en su cuerpo, como consecuencia, al recibir al Verbo maternalmente (la Palabra de Dios). Su fe lo acoge en el corazón; su actividad maternal lo acoge en su seno. Por esta segunda acción es verdaderamente su Madre; por la primera, siguiendo un pensamiento agustiniano, debería más bien llamarse su hija.

 

María ha dado su sí consciente al Mesías y a la humanidad y no a un hijo para sí misma, lo que caracteriza su aceptación como una participación voluntaria en la salvación de toda la humanidad. Ella dice sí, por tanto, a toda la misión de Jesucristo, debiendo, por eso ser llamada, con más precisión: Madre de Dios-Redentor.

 

San Luis María Grignion de Montfort destaca la importancia del consentimiento de Nuestra Señora al designio de Dios, afirmando que gracias al «sí» de María se realiza la Encarnación redentora. Encuentra en ese «fiat» cinco características principales:

 

  • Un consentimiento necesario con necesidad hipotética.

 

  • Dado libremente.

 

  • En nombre de toda la humanidad.

 

  • Eterno porque forma parte de la historia de la salvación.

 

  • Salvífico, dado que la Encarnación es salvífica y el consentimiento a ella, fue un elemento necesario a ese misterio

María, Iglesia y Eucaristía

 

1. Valor teológico de la Encarnación

 

Por el misterio de la Encarnación, el Verbo de Dios pasa a tener una vida no sólo sobrenatural, sino efectivamente insertada en la historia humana.

 

El hombre no había aceptado el convivio con Dios en la justicia original, desobedeciendo al Creador, pero el propio Verbo divino ha aceptado vivir entre los hombres, bajo la obediencia al Padre, a fin de recapitular en Sí mismo el rechazo del primer hombre, por su total obediencia al Padre.

 

Nada manifiesta mejor el amor de Dios a la humanidad que su inserción en la misma por el acontecimiento central de la encarnación de su Hijo, evento que influye directamente en la vida individual de cada cristiano, exigiendo una respuesta de fe teologal. Con la alegoría de la semilla, el Señor enseñaba que la palabra de Dios es una, pero las respuestas de hombres son diversas. La semilla

 

— en este caso el Verbo encarnado — es perfecta y siempre buena, pero los frutos de la misma serán definidos por la actitud volitiva de quien la recibe. María es aquella que, en nombre de la humanidad, acepta totalmente la semilla y es para ella el terreno fecundo.

 

Al «nacer de mujer» (cf. Ga 4,4), el Hijo de Dios se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Él trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo semejante en todo a nosotros, excepto en el pecado (GS 22).

 

Por eso afirma san Atanasio que fue de María «que el Verbo asumió como propio aquel cuerpo que ofreció por nosotros». Efectivamente, el ángel utilizó la expresión nacerá de ti y no en ti, para dejar teológicamente claro que no se trataba de un cuerpo extrínseco al suyo, que en ella era introducido, sino que este cuerpo, material, real, desde su momento ontogenésico es fruto de la concepción obrada en el seno de María y verdaderamente ha recibido la naturaleza humana en su totalidad de esta mujer prototípica, elegida por Dios para este momento culmen​ de la historia de la humanidad y, en cierto sentido, de toda la creación, que fue la Encarnación del Logos, por acción del Espíritu Santo, en cumplimiento de la voluntad del Padre.

 

 

1.1. Motivo de la Encarnación

 

Haciéndose hombre, Jesús ha dado nuevo sentido a la existencia humana, abriéndonos la posibilidad de ser hijos de Dios. Para esto, el Verbo eligió nacer de una mujer (Ga 4,4) y no aparecer en cuerpo adulto, formado directamente por la mano de Dios. Jesús participa de la estirpe humana a quien venía a salvar, cumpliendo el proyecto divino no como un extraño que viene de afuera, sino como un hermano: Él es hombre como los que viene a redimir y es Dios como el que fue ofendido. Esto explica la misión fundamental de María que es recibir al Salvador y engendrar su naturaleza humana, lo que inserta a esta doncella judía en el centro del misterio salvífico de Cristo6.

 

La presencia de Cristo entre nosotros es también un ejemplo concreto de virtud para todo ser humano, puesto que, antes de la Encarnación, el modelo divino era esencialmente inaccesible al hombre, mientras que en su corporeidad, Cristo se hace modelo accesible de perfección. Así, lo que antes eran exhortaciones verbales y oráculos, ahora es vida concreta del Verbo encarnado, recordando el viejo proverbio árabe: «las palabras conmueven, los ejemplos arrastran». Esta ejemplaridad de Cristo incita al hombre a una respuesta más generosa.

 

Hay tesis divergentes sobre el motivo teológico de la Encarnación del Verbo. El nombre teofórico de Jesús (Yeh-shua) significa «Dios salva». En el Credo y en las Escrituras encontramos que el Hijo de Dios se hizo hombre «por nuestra salvación».

 

Por otro lado, hay otra importante corriente teológica para la cual el Verbo se habría encarnado incluso si el hombre no hubiera pecado. En ese caso Cristo sería Cabeza del reino de Dios, para darle mayor gloria y así coronar la obra divina de la creación; vendría en cuerpo inmortal no sujeto al sufrimiento y al dolor. Habiendo sobrevenido el pecado, Cristo vino en carne mortal y pasible, como Salvador y Víctima.

 

En la teología oriental, san Máximo Confesor (580-662) presenta a Cristo como síntesis de lo creado y de lo increado y, consecuentemente, como finalidad última de la totalidad de la creación, sin hacer depender del pecado su Encarnación. Por este motivo, la Encarnación sería para él la primera finalidad de la creación.

 

 

1.2. El papel de María en la Encarnación

 

La elección de María es fruto gratuito de la misericordia de Dios, pero responde al designio divino de contar con la participación activa de la humanidad en su propia salvación, como afirma Hugo de San Víctor:

 

[Dios tomó] la ofrenda sacrificial de nuestra misma naturaleza, a fin de que el sacrificio por nosotros fuera algo nuestro, para que la redención nos perteneciera por cuanto que la víctima había sido tomada de lo nuestro.

 

La Santísima Virgen por cierto conocía las profecías que localizaban el tiempo de la esperada llegada del Mesías para sus días. La expectación del Mesías, que vivía todo el pueblo de Israel, en María se hace personal, confluyendo para ella las esperanzas de todo el pueblo de Dios.

 

Para san Bernardo, competía a Dios nacer de una virgen, por eso Él creó para Sí una Madre que, ontológicamente, debía ser perfecta en todo. Dios la quiso llena de virtudes para ser ejemplo y modelo de virtudes1. Concedió la fecundidad a la que había renunciado a la maternidad por su voto de virginidad inspirado por Dios, siendo declarada por el ángel la «llena de gracia».

 

El acontecimiento de la Encarnación cuenta — como condición de posibilidad —, con la libre adhesión de la criatura humana, que está representada por María. Esto explica teológicamente que su respuesta libre y personal a la embajada del ángel expresa su decisión voluntaria y su colaboración personal con la gracia de Dios: María responde en nombre propio y en nombre de la humanidad.

 

La decisión de María de aceptar ser Madre de Dios es una acción activa de su voluntad, que la une esencialmente al misterio de Cristo, participando de nuestra salvación de modo totalmente diverso de las participaciones de las demás criaturas que pueden ser dispensadas o sustituidas por otras.

 

2. Encarnación e Iglesia

 

El evento de la Encarnación debe ser comprendido a partir del acontecimiento pascual, abarcando a toda la Iglesia y a todos los tiempos. El «sí» mariano no fue dado sólo para el constituirse físico y biológico del ser que después va a morir por la salvación de la humanidad, sino que la Encarnación es en sí misma salvadora.

 

 

Debemos tener en cuenta que la Redención no se reduce a la muerte de Cristo. El misterio que comienza en la Encarnación, se consuma en la cruz, se confirma con la Resurrección y continúa en la Iglesia, con el envío del Espíritu Santo en Pentecostés. Así, se puede decir que en la Encarnación ha comenzado el organismo de la salvación (la Iglesia – Cuerpo místico de Cristo), por la incorporación al cual nosotros nos salvamos.

La aceptación de María a ser Madre del Redentor abarca, desde los «primeros pecadores» — Adán y Eva —, hasta los últimos defensores de la fe en pugna escatológica con el «anticristo y el dragón», figuras que Juan apunta como protagonistas de la definitiva batalla apocalíptica.

 

Agonizando en la cruz, el Señor mira a María y a ella confía todos sus hijos, confía por tanto su Iglesia. Hablando con Nicodemo Jesús había afirmado la necesidad de «nacer de nuevo» (cf. Jn 3,3), expresión que confundió al maestro que preguntó si es posible volver a entrar en el seno materno (cf. Jn 3,4), pero cuando Jesús dice a Juan «he aquí a tu Madre» explicó la verdadera respuesta a la pregunta de Nicodemo, puesto que la muerte de Jesús es un nuevo nacimiento para toda la humanidad. Al mostrar la «nueva Madre» de los hombres, Jesús indica el modo de «entrar de nuevo en el seno de una Madre y nacer para Dios»: es hacerse hijo de María para volver a hacerse niño y nacer de ella, a través de un nuevo «parto» por el cual María da a luz para Dios a los nuevos hijos nacidos del sacrificio de Cristo. Éste es el testamento de Jesús: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». El día anterior Cristo comparaba su pasión con la mujer que sufre dolores de parto y después alumbra con alegría. Esta imagen se hace realidad plena en María y sería difícil pretender que esta realización no estuviera en la intención del Maestro.

 

María, que dio a luz virginalmente al Hijo de Dios, con un parto sin dolor, cuando da a luz a sus hijos espirituales, que somos nosotros los cristianos, lo hace en el más doloroso «parto» que la historia haya podido conocer.

 

Esta visión del «parto doloroso de María» aparece por primera vez en la exégesis de san Ruperto de Deutz (†1129) sobre Jn 16,20-22 y 19,25-27. El santo abad presenta la visión de María a los pies de la cruz como la mujer parturienta con dolores dilacerantes, como cumplimiento de lo que fuera anunciado en la profecía de Simeón (cf. Lc 2,34-35).

 

Pasado el drama del dolor, olvidará las angustias pues un Hombre Nuevo ha nacido: el que fue salvado por el sacrificio de Cristo. Exactamente en este momento en que nace del dolor el Nuevo Adán resucitado e inmortal, María está asociada a este nacimiento como estuvo a los dolores del «parto», tornándose así la nueva Madre de los Vivientes, la madre de todos los hombres.

 

 

3. María y la Iglesia

 

La razón teológicamente más profunda del paralelo entre María y la Iglesia reside en el hecho de que, como María, la Iglesia da a luz, también como virgen, a nuevos hijos de Dios: en su seno los bautizados son engendrados por la Palabra y por la acción del Espíritu Santo. María no es simplemente una fiel arquetípica, sino que su relación intrínseca con Cristo constituye las primicias, el tipo y el modelo de lo que vendría a ser en el futuro la Iglesia. Sin la Encarnación, la Iglesia, como Cuerpo visible de Cristo, no existiría; sin la Encarnación, los sacramentos, que representan la Iglesia en forma corporal, no existirían.

 

Por ende, todo aquello que se escribe sobre la Iglesia, es posible leer pensando en María y todo lo que se escribe de María se puede también, en lo esencial, leer pensando en la Iglesia.

 

San Agustín afirma que la Iglesia es mayor que la Virgen María porque ésta es parte de la Iglesia, miembro santo, supereminente, pero miembro del cuerpo total. Si ella pertenece al cuerpo total, luego es mayor el cuerpo que el miembro. Por otro lado, María es Madre de la Iglesia y madre de Cristo, el Fundador de la Iglesia. Por eso, la maternidad de la Iglesia actúa sobre la base y por la virtud de la de María, la de María continúa actuando en y por la de la Iglesia.

 

Considerando esta importante doctrina, en la clausura de la tercera sesión del Concilio Vaticano II, el papa Pablo VI declaró oficialmente a María Madre de la Iglesia.

 

La doble dimensión del nombre ekklesia: asamblea convocada y asamblea congregada deja claro que la Iglesia tiene un aspecto visible y otro invisible. Ambas dimensiones están bajo la maternidad espiritual de María, pues ella no es sólo Madre de la naturaleza humana del Hijo de Dios, sino del Cristo total. Consecuentemente, ella es madre del «cuerpo místico de Cristo», que es la Iglesia.

 

La relación es precisa: si Cristo es verdadero hombre, su «Cuerpo místico» no puede ser una realidad sólo espiritual, sino que asume una realidad material que mantiene la comunión con el misterio de Cristo, a través de la Eucaristía.

 

Existe, por tanto, una relación íntima y esencial entre la Encarnación, la Iglesia y la Eucaristía. La tarea de la Iglesia es hacer presente el encuentro del Espíritu y la carne, de Dios y de los hombres, tal como se realizó en el Verbo encarnado. Por eso Juan Pablo II enseña que «la realidad de la Encarnación encuentra casi su prolongación en el misterio de la Iglesia-cuerpo de Cristo».

 

 

4. María, Iglesia y Eucaristía

 

El costado de Jesús abierto por la lanza, que caracteriza el último rechazo de la humanidad a su entrega por nuestra salvación, provoca la salida de la sangre y del agua como símbolo del bautismo y de la eucaristía.

 

San León Magno enseña que la muerte de Cristo fue un verdadero sacrificio y la cruz el altar «en donde se celebró la oblación de la naturaleza humana por una hostia saludable»19. Así, Encarnación, ofrecimiento y sacrificio constituyen una sola realidad que se perpetua en la Eucaristía, confirmando la presencia de la fe eucarística en María antes de la institución del Sacramento, como señala san Juan Pablo II en su Encíclica Ecclesia de Eucharistia:

 

La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la Anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su Cuerpo y su Sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el Cuerpo y la Sangre del Señor.

 

El Papa deja claro que existe una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor. Así como el pueblo de la Alianza dijo «Haremos todo cuanto ha dicho el Señor» (Cf. Ex 19,8), María confirma la Nueva y eterna Alianza con su «hágase en mi según tu palabra» (Lc 1,38).

 

5. Presencia de María en la Santa Misa

 

El Catecismo de la Iglesia Católica explica que en la Eucaristía, la Iglesia, con María, está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de Cristo.

 

A partir de la Anunciación María ya comenzó a tomar parte en el drama de la redención. Su participación en el sacrificio de su Hijo es revelada públicamente en el encuentro con Simeón y prosigue no sólo en el episodio de su sufrimiento por la pérdida del Niño en Jerusalén, sino también durante toda la vida pública del «Hijo del hombre». Sin embargo, es a los pies de la cruz que ella culmina su misión en total unión con la pasión y muerte del Redentor. Esta unión, la Iglesia llama compasión de María, cuya alma y cuyo corazón sufren todo lo que Jesús padece, con la voluntad explícita de participar en el sacrificio redentor y de unir su sufrimiento materno a la ofrenda sacerdotal de su Hijo.

 

Juan Pablo II resalta la inseparabilidad de la acción de Cristo y de su Madre, que estuvieron unidos en el evento de la cruz y por eso no pueden, de ninguna manera, separarse en cada misa, donde se actualiza este sacrificio salvador, como el mismo Papa señala con precisión en esta enseñanza programática:

 

María está presente en el memorial — la acción litúrgica — porque estuvo presente en el acontecimiento salvífico […] está en todo altar, donde se celebra el memorial de la pasión-resurrección, porque estuvo presente, adhiriéndose con todo su ser al designio del Padre, al hecho histórico-salvífico de la muerte de Cristo.

 

No se habla aquí de un simple recuerdo, sino de una presencia real, no corpórea ni sacramental, mas real: María está presente en toda misa que es celebrada. El motivo por el cual se puede afirmar esta presencia es porque la acción litúrgica es memorial del acontecimiento salvífico al cual los Evangelios atestiguan que ella estuvo presente de modo activo, «adhiriéndose con todo su ser al designio del Padre, al hecho histórico-salvífico de la muerte de Cristo». Del mismo modo, María se hace presente continuamente en la Eucaristía, como puntualizó san Juan Pablo II en la introducción de la misa en la memoria litúrgica de Nuestra Señora de Czestochowa:

 

Cuando celebramos la santa misa, en medio de nosotros está la Madre del Hijo de Dios y […] de este modo, se convierte en mediadora de las gracias que brotan de esta ofrenda para la Iglesia y para todos los fieles.

 

Jesús es quien rescata a la humanidad con su sangre. Sin embargo, cuando san Pablo afirma que «somos colaboradores de Cristo» (1Co 3,9), sostiene la efectiva posibilidad que tiene el hombre de colaborar con Dios. Es exactamente en este sentido que María coopera con la oblación de su Hijo, que quiso implicar a su Madre en su sacrificio, revelando así las profundas raíces humanas de su oblación sacrificial. En consecuencia, es exactamente porque en el Calvario la humanidad (allí personalizada en María) se hizo presente compartiendo el sacrificio ofrecido, que ella debe estar presente también, y con la misma intensidad, en la renovación litúrgica que no es una figura, un mero recuerdo, sino una actualización memorial viva y actual del sacrificio irrepetible, operado una única vez en el ara de la cruz.

 

Juan Pablo II destaca el paralelismo entre lo ocurrido en la encarnación del Señor con lo que sucede en la celebración de la Eucaristía:

 

En cierto sentido, María ha practicado su fe eucarística antes incluso de que ésta fuera instituida, por el hecho mismo de haber ofrecido su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios. La Eucaristía, mientras remite a la Pasión y la Resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la Anunciación […]​ anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.

 

María «prepara» el cuerpo del Señor por nueve meses, durante los cuales, a cada segundo era como si en ella ocurriera una transubstanciación. Habiendo la Virgen Santísima ofrecido su cuerpo inmaculado a Dios, Él tomaba los elementos maternos y los transubstanciaba, esto es, se volvían divinos a partir del momento en que pasaban a integrar la naturaleza humana de esta Persona gestada, que es Dios.

 

La actuación de Cristo en la salvación de la humanidad se hace perenne a través de la Iglesia. Consecuentemente, María no puede estar ausente en esta labor, sino que asunta al cielo, ella continúa alcanzando los necesarios dones de la salvación eterna para que la humanidad pueda «completar en sí lo que falta a la pasión de Cristo» (cf. Col 1,24).

 

A este aspecto de la vocación de María se añade otro de carácter ejemplar, como señala Marialis cultus:

 

La ejemplaridad de la Santísima Virgen […] dimana del hecho que ella es reconocida como modelo extraordinario de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la perfecta unión con Cristo.

 

La participación de María en el misterio de la Eucaristía se da «en primera persona al pie de la cruz», puesto que aquel cuerpo que es sacrificado y que se encuentra presente en los signos sacramentales es el mismo concebido en su seno y gestado por nueve meses en el primer tabernáculo digno de Dios. Esta expresión «primer tabernáculo», hace comprender que María al recibir la Eucaristía, la acogía de vuelta en su cuerpo, renovando en sí todas las gracias, de aquel momento, como si volviera a su seno aquel «corazón que había latido al unísono con el suyo»29.

 

Juan Pablo II está convencido de que sólo mirando a María es posible celebrar y vivir el misterio eucarístico.

 

El fiat que Dios pidió a su Madre y que ella otorgó no era sólo un fiat encarnador, sino un fiat crucificador. ¡Crucificador del Hijo y concrucifiador de la Madre! Porque aceptando el destino del Hijo al dolor y a la pasión aceptaba el suyo a la condolencia y a la compasión. Su predestinación al Hijo era predestinación a su cruz.

Si Cristo está presente en la liturgia, que es considerada como ejercicio de su acción salvífica culminada en la cruz, no es posible pensar esta renovación del

 

 

sacrificio del Señor, sin considerar que a los pies de la cruz estaba representando a la humanidad aquella que, habiendo recibido del Padre el Verbo por obra del Espíritu Santo, en ese momento lo entregaba en total unión de corazón y de aflicciones con su Hijo. Si en el sacerdocio in persona Christi, podemos considerar la presencia de Cristo en el altar donde se renueva su sacrificio, debemos buscar, en esta renovación, la presencia y la acción de María al mismo nivel de su participación en la cumbre del Calvario, como lo afirma el Catecismo en su numeral 1370, al enseñar que «en la Eucaristía, María está como al pie de la cruz, unida a la ofrenda y a la intercesión de Cristo».

 

Como   uno   de    los    actos    finales    de    su    vida,    y    considerado   como   el Testamentum crucis, antes del sitio y del Consummatum est, Jesucristo confió al discípulo amado y, en él a toda la humanidad, a la maternidad espiritual de María (cf. Jn 19,26). La enseñanza magisterial de Juan Pablo II32 sustenta que esas palabras dichas a Juan en aquel momento histórico singular «¡He aquí a tu hijo!», son dichas a cada uno de los fieles en cada misa celebrada: «¡He aquí a tu madre!» (cf. Jn 19,26-27).

 

Conclusión

 

 

Aceptando ser Madre del Redentor, engendrando en su claustro virginal a la Víctima que sería ofrecida para nuestra salvación, alimentando a Jesús con su propia sustancia, presentándolo al Padre en el Templo y, sobre todo, padeciendo con Él cuando moría en la cruz, María cooperó de forma enteramente impar a la obra de la Salvación, haciéndose partícipe de ella, tornándose con eso madre de todos los redimidos en el orden de la gracia (cf. LG 60). Al dar su aceptación al plan de Dios María aceptó esta participación en su totalidad y en todas las dimensiones y consecuencias de la misma, al colocarse en las manos del Señor en la condición de esclava, es decir, que Él puede hacer de ella absolutamente todo lo que desee.

 

Por su compasión, María fue concrucificada con su Hijo: su ofrecimiento difiere del de su Hijo en forma y en esencia, pero no difiere en intención y dolor.

 

Por eso, al ver al cuerpo místico de su Hijo, que es la Iglesia, sufrir en nuestros días una verdadera pasión, siendo perseguida, olvidada y desconsiderada por gran parte de la humanidad, la Santísima Virgen sufre en su corazón y expresa este sufrimiento a los hombres por señales claras y sensibles.

 

 

  1. María desde su primer fiat ha representado a la humanidad, pero a los pies de la cruz ella recibe al discípulo amado y es por él recibida «en sus cosas», expresión que la Iglesia siempre ha entendido como la revelación del misterio preexistente de la maternidad espiritual de María en relación a la humanidad, revelada aquí solemnemente por Cristo, como su testamento espiritual, antes de la entrega de su espíritu al Padre. Por eso, recordamos la frase programática de Juan Pablo II cuando afirma que María está en todo altar, porque estuvo presente en el acontecimiento salvífico. Cf. JUAN PABLO II, «La presencia de María en la celebración de la liturgia. Alocución dominical del 12 de febrero de 1984, 3», .

 

María es la Reina del Universo, coronada por la Trinidad y su carácter de reina no es sólo simbólico, sino real. Sin embargo, en nuestros días, en el corazón de la gran mayoría de los hombres, María ya no reina, tiene tal vez, algunos restos de influencia, que poco a poco van desapareciendo de tal modo que Ella se queda como una Reina que está en su trono, pero en una sala llena de enemigos.

 

Y la Reina de los cielos y de la tierra ve a sus hijos despreciando sus consejos. Los enemigos no la pueden matar, pero desean matar su recuerdo en los corazones, en las instituciones, arrancar sus imágenes de los lugares públicos e incluso de las iglesias, construir un mundo totalmente alejado de Dios, y por eso...

 

Ante tanta infamia, Madre angustiada, que no tenéis más que decir… ¡llorasteis, Señora! Y quien, viéndoos así en llanto, osaría preguntar ¿por qué lloráis? Ni la Tierra, ni el mar, ni todo el firmamento podrían servir de término de comparación a vuestro dolor.

 

Hoy Señora, estás como una reina destronada. La tierra es para Vos como una inmensa sala de trono, llena de enemigos. Ya han quitado de vuestra frente venerable la corona de gloria, ya osaron arrancar de vuestras manos el cetro. Y vos, ¿Qué hacéis? ¡Lloráis! Lloráis lágrimas de profundo dolor, de afecto, en previsión del castigo que vendrá.

 

Pero con vuestros ojos llorosos buscáis por todos los rincones de esta sala, alguien o algunos que os sean fieles para defenderos. Cómo no ver en estas lágrimas, Señora, las dilacerantes preguntas: Hijo mío, ¿tú también me dejas sola? ¿No luchas tú por mí?

 

¿Quién soy yo? Soy el hombre, la mujer, para quien Nuestra Señora, en un momento de aflicción y abandono miró. Pero… ¿seré el hombre para quien Ella habrá mirado en vano?

 

Señora, haced que yo corresponda, con que todos nosotros correspondamos a vuestra mirada, a vuestro apelo. En esta hora suprema, es para Vos, Señora, que erguimos nuestros corazones y reafirmamos nuestra fidelidad.

 

Tenemos certeza de que nunca nos abandonaréis… pero os pedimos con toda fe, que nosotros nunca, ¡en el rigor de la palabra nunca, os abandonemos!

bottom of page