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MARÍA: LA PRIMERA «CRISTIFICADA»

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La esencia de la vida cristiana es la unión con Cristo, de modo que «la vida en Cristo» aparece como una necesidad y un deber de estado, lo que no es otra cosa que la vida para el Padre por la imitación de Cristo y la docilidad al Espíritu Santo. El sentido verdadero de la sequela Christi es hacerse «otro Cristo», es que Cristo viva en el cristiano, para poder decir con el Apóstol: «yo ya no vivo, pero Cristo vive en mí» (Ga 2,20). En otras palabras, la unión con Cristo debe ser tal que, en cierto sentido, Él se convierte en sujeto de todas las acciones vitales del cristiano.

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El Bautismo nos hace hijos de Dios, capaces de la comunión total con el Padre, por el Hijo, en el Espíritu, de modo que se puede afirmar que con la gracia santificante la persona es «divinizada». La comunión eucarística nos une de tal manera con Dios que nos hace deiformes o cristiformes. El hombre puede participar de la vida divina no por esencia, sino por un don (cf. 2P 1,4) de una manera limitada, recibiendo una cualidad interior que lo asemeja a Dios y le da el poder sobrenatural de participar en su propia vida. Por la gracia santificante el hombre puede, por liberalidad divina, conocer y amar a Dios «a su modo», es decir participando de la felicidad propia de Dios, siendo configurado con Cristo por la acción del Espíritu Santo. Este es el fundamento teológico de la «deificación del hombre» por la gracia. Por la misma razón, a la gracia se la llama deiforme o deificante, para indicar la resemblanza o parecido que nos da con Dios y la potencia de que nos provee para participar en su actividad propia y esencial. Aquí se entiende la profundidad teológica de la afirmación hecha por el Señor a la mujer samaritana: «si conocieras el don de Dios…» (Jn 4,10).

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La vía de santidad exige identificación total con Cristo, que no simplemente como un capítulo de su vida espiritual, sino como el núcleo central de su santidad personal, puesto que ésta es, primordialmente, un proceso dinámico de cristificación, de configuración progresiva de cada bautizado con la humanidad santísima de Cristo. Este hecho ha sido certeramente denominado «el estatuto teológico de la espiritualidad cristiana».

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A partir del hecho central en toda la historia que es la Encarnación, por la cual Dios se anonada al punto de asumir la misma naturaleza del ser humano y hacer de nosotros partícipes de su divinidad, la deificación promovida por la gracia santificante no puede tener otro significado que la conformación con Cristo, hacerse con el mismo «molde», la misma «horma» de Cristo, que según Pablo ocurre con nosotros en el Bautismo (cf. Rm 6,3-11), a través del cual el alma está sellada con la imagen de Cristo, marcada en el rostro con una resemblanza profunda y radical con Él, con quien está configurada. Ser «deificado» no puede ser una expresión «desencarnada» como las ideas abundantes en religiones mistéricas como el budismo y el hinduismo. Nada más extraño a la profunda mentalidad católica que el espiritualismo desencarnado de la tradición órfica, platónica, neoplatónica, con su fortísima tendencia a reducir todo el hombre al alma humana, y, por lo mismo, a la pura interioridad, a considerar el cuerpo, por su misma materialidad, como prisión y tumba del alma, y los sentidos como cadenas que no sirven para otra cosa que para impedir al alma el vuelo libre hacia su pura espiritualidad. 

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A partir de la Encarnación, en que Cristo no quiso hacerse sólo alma o sólo cuerpo, sino hombre completo, la cristificación encuentra un significado único y concreto: ser «cristificado» es hacerse «otro Cristo», vivir la vida de Cristo en todos los momentos, esto es ser verdaderamente cristiano. No hay otro camino, otra verdad, u otra vida posible para un discípulo de Cristo, lo que conduce a dos dimensiones de identidad con el Señor: externa, por la gracia divina e interna por la correspondencia a esta gracia, que nos hace semejantes a Cristo. Todos somos igualmente imago Dei pero la semejanza tiene grados. No se puede decir que Herodes es tan semejante a Cristo cuanto Juan, el «discípulo amado». Si caminamos en este rumbo, la conclusión lógica es que cuanto más el hombre se asemeje a Cristo, más plenamente él está «cristificado».

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El ser humano que alcanzó mayor semejanza, el discípulo más perfecto, el primer discípulo, el que fue llamado bienaventurado por haber creído es el único ser humano que fue invitado a participar de tal manera de esta unión, que entregó su propio ser en su totalidad a Cristo. Este es el primero y más plenamente «cristificado». Es por eso que cuando Cristo afirma que es su madre y su hermano quien hace la voluntad del Padre (cf. Mt 12,49-50), establece un parámetro para la verdadera maternidad en relación a Él. Consecuentemente, la persona que cumple con más perfección la voluntad del Padre, con más propiedad puede ser llamada Madre de Cristo.

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Siguiendo el citado pensamiento de san Agustín, esta persona elegida de entre los hombres para tan grande misión fue la santísima Virgen María. Haciendo totalmente la voluntad del Padre, Santa María fue la más perfecta discípula de Cristo, identificándose totalmente con Él, gozando más unión e identidad con ser su discípula que con ser Madre del Señor. Aceptando la total identidad con su Hijo, María es la primera cristiana, la primera a ser alter Christus y, en el lenguaje muy apreciado por la teología oriental, ella es así la primera cristificada, antes incluso de hacerse Madre de Dios por acción del Espíritu, por su aceptación en total adhesión a la voluntad del Padre, haciéndose Madre de Dios primero en su corazón y después en su seno virginal. En efecto, el corazón de María — núcleo de su persona y centro de sus deseos — se encuentra totalmente cristificado: todos sus actos, desde los más sencillos, llevan siempre la huella de Jesús. Por eso, cuando la mujer anónima de Lc 11,27 ensalza la maternidad biológica de aquella que ha llevado a Cristo en su seno, el Señor señala el motivo más profundo de la bienaventuranza de María, que es mucho más feliz por escuchar y guardar la palabra de Dios (Lc 11,28; cf. Lc 2,19.51).

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